Abrí la ventana y la luz del sol entraba desde otro lado respecto de la cama. Al salir a pasear, pisaba sobre mis huellas que agujereaban el suelo de mi vida retomando todos los pasos que di hacía delante. Todas las veces que retrocedí para esperar a que gritases mi nombre, a que girases la cara para pedirme un beso o decirme adiós con la mirada. Entonces cogí aire y alcé la cabeza hasta los más de 30 metros que levantaba sobre el suelo la vida que despertaba hace un tiempo no tan largo. Me asomé por la cristalera por la que aún había una silla conocida. Un revistero lleno y unos mostradores demasiado familiares, quizá si me hubiese decidido a entrar seguiría oliendo a tabaco y a folios. Aun me acuerdo cuando pasabais por debajo y estirabais el corto brazo cuando no levantábamos las tres más de metro y medio del suelo. Ahora no paro de llorar y no puedo continuar escribiendo. Me abordan las ideas sobre los malos y buenos momentos. Mis emociones salvajes cruzando aquella calle que creyó que siempre, siempre voy a cumplir mis promesas.
Cuando me quise dar cuenta , mis horas de gloria acababan dejando atrás todo lo que me espera entre los brazos.